Santos Juliá
Índice
Prólogo
1. Anomalía, dolor y fracaso de España
2. República y guerra en España
3. Pueblo republicano, nación católica
4. Los nombres de la guerra
5. España sin Guerra Civil
6. Un fascismo bajo palio en uniforme militar
7. La sociedad
8. España, 1996
9. Transición antes de la transición
10. Lo que a los reformistas debe la democracia española
11. Tiempo de luchar, aprender y pactar
12. Echar al olvido: memoria y amnistía en la transición a la democracia
13. Tres apuntes sobre memoria e historia
Prólogo
Veintitrés años de monarquía constitucional no democrática, más otros siete de monarquía con dictadura y sin constitución; ocho años de república, de los que tres en guerra civil con parte sustancial del territorio bajo otra dictadura militar; treinta y seis de dictadura, tres de transición y veintitrés de democracia: una elocuente secuencia de lo muy complicado que ha sido establecer en España una forma de Estado basada en un amplio consenso social. La monarquía dictatorial se hundió en 1931 empujada por una fiesta popular que tomó el aire de una revolución; la República fue derrotada en 1939 después de una larga guerra civil; la dictadura quebró entre 1975 y 1977 tras una interminable crisis interna y la democracia sólo se instauró en 1978, punto de llegada de un proceso con más conflictos y sobresaltos de los que la memoria hoy hegemónica, con su relato de transición como pasividad, renuncia y amnesia, está dispuesta a reconocer. Tanto vaivén, con los antecedentes de rebeliones, insurrecciones y revoluciones y consiguientes cambios de Constitución, en que tan pródigo fue el siglo XIX, ha extendido la convicción de una especial dificultad española para encontrar un sistema político y una forma de Estado acorde con los cambios de la sociedad.
Pues la otra cara del postulado de una dificultad política específicamente española en la construcción de un Estado homologable a los habitualmente designados como de “nuestro entorno”, es que la sociedad siguió, a pesar de tantas rupturas políticas, el curso de unos cambios similar al que habían recorrido con algún adelanto las más prósperas sociedades europeas. La sociedad española, en efecto, comenzó su gran transformación hacia la segunda década del siglo, cuando se hizo manifiesto un rápido cambio demográfico acompañado de las típicas variables del proceso de modernización: crecimiento de las ciudades, industrialización, alfabetización, auge de la clase media y de la sociedad profesional, secularización, densidad cultural, investigación científica. Todo eso estaba en marcha, y a buen ritmo, desde la Gran Guerra, sufrió luego un corte como consecuencia de la Guerra Civil, y se reanudó veinte años después en el punto mismo en que había quedado interrumpido. Pero si el proceso social siguió más o menos, con retrasos y bloqueos, el curso emprendido antes por nuestros vecinos, el político estuvo sometido a fortísimas tensiones que impidieron su correlativa transformación. Se diría que mientras la sociedad se transformaba en el sentido de la modernización, la política se alejaba de la democratización y reculaba hacia formas anacrónicas, impuestas a aquella sociedad por sus tutores tradicionales, el Ejército y la Iglesia católica, como un corsé que durante décadas le impidió respirar a su aire.
En 1930, la extendida conciencia de que el problema de España era de índole política, más que de constitución de la sociedad, se expresó en el dilema excluyente monarquía o república. La primera representaba en el imaginario colectivo lo viejo y caduco, el comité de administración de unos grupos sociales que habían acampado sobre la sociedad como territorio de conquista y no la dejaba crecer; la segunda simbolizaba lo joven y nuevo, y traía prendida de sus canciones la expectativa de transformación del Estado y de la vida entera: todo el mundo, en la ciudades, durante aquel año crucial, comenzó a definirse por la república. En 1976, la renovada conciencia de que el problema de España era otra vez de índole política, no de constitución de la sociedad, se expresó en el dilema, también excluyente, dictadura o democracia. La primera volvía a representar lo viejo y caduco, lo que no tenía remedio porque no tenía reforma; la segunda significaba, sin embargo, más que una ingenua expectativa de cambiarlo todo, una incierta posibilidad, que se podía echar a perder si se manejaba con poco cuidado. Con la lección aprendida, y la viva memoria de los desastres pasados muy presente en el debate público, las cautelas fueron mayores y, aunque el empuje en las calles fue de nuevo masivo, los rompimientos más comedidos.
Esta es la sustancia de uno de los argumentos que atraviesa algunos de los estudios y ensayos recopilados en este volumen. El primero, “Anomalía, dolor y fracaso de España”, pretendía dar cuenta a los colegas de la Society for Spanish and Portuguese Historial Studies, reunidos en su convención anual, de la nueva mirada que la historiografía producida en las primeras décadas de la segunda democracia española de nuestro siglo estaba construyendo sobre su más reciente pasado. Se entendió por algunos críticos que defendía yo en aquella intervención una “normalización” de nuestra historia. Mi propósito, sin embargo, estaba lejos de ser normativo, ante todo, porque más allá de determinados procesos de carácter general –los ya apuntados de urbanización, industrialización y demás- no creo que exista en Europa, mucho menos en el mundo, una “norma” que sirva para comparar en qué punto de atraso o adelanto se encuentra respecto de ella un Estado o una nación particular; además, porque no creo que sea tarea del historiador establecer norma alguna. Más bien, lo que pretendía era resaltar que las sucesivas lentes de la anomalía, el dolor y el fracaso que se habían calado nuestros mayores les habían impedido percibir, primero, que las cosas podían haber sucedido de otro modo, no conducidas por la fatalidad con que se reviste nuestra historia cuando se hurga en la decadencia o el fracaso; y, segundo, que después de todo, la dirección general de la transformaciones sociales era la propia de las sociedades en las que desde el siglo XVI se habían originado los dos grandes procesos que han servido de fundamento al mundo moderno: la expansión del capitalismo y la creación del Estado nacional.
Los tres ensayos que siguen, dedicados a la República y a la Guerra Civil, intentan atender a las estrategias y a las retóricas desplegadas en los años treinta, hasta que el pueblo, identificado como republicano, se interpretó como enfrentado a la nación, identificada como católica. Nada en la proclamación de la República determinaba que los conflictos que estaban por venir quedaran representados como un capítulo más de lo que en una retórica ya secular, puesto que procedía de principios del siglo XIX, aparecía como lucha entre dos Españas, pero así resultó finalmente: los vencedores de la guerra reforzaron durante décadas el mito de las dos Españas reinterpretándolo como triunfo de la única, verdadera España y derrota final, de alcance cósmico, de la España falsa, que no era España, sino Anti-España. Lo que en el análisis político aparecía como fragmentación de fuerzas dentro de cada campo y, en el interior de cada campo, dentro de cada partido y sindicato, en la retórica y en la representación se transformó en un campo escindido por una limpia línea de fractura. No eran dos Españas, evidentemente: anarquistas, comunistas, socialistas, nacionalistas, republicanos, de un lado; católicos, monárquicos, fascistas, de otro –por solo mencionar las corrientes mayores- difícilmente podían coligarse para una acción de gobierno, como así fue en efecto; pero la guerra, como vio Machado, construyó su propia retórica, que fue la misma para todos, y lo que era fragmentación y faccionalismo en tiempos de paz pasó a ser alzamiento y resistencia, cruzada y revolución, liberación del comunismo y guerra antifascista, cuando a la rebelión militar siguió una devastadora guerra civil.
Mi interés por la relación entre lenguaje político y estrategias de acción viene de lejos, de mis primeros trabajos (La izquierda del PSOE, Madrid, Siglo XXI, 1977) y se mantiene en los más recientes, (Historias de las dos Españas, Madrid, Taurus, 2004). En ninguno de estos casos, ni en los artículos que desde los años ochenta he dedicado a los diferentes discursos de la guerra como “guerra social”, “guerra contra el invasor” o “guerra fratricida”, la voz <lenguaje> guarda relación alguna con el célebre giro lingüístico, cuya potencialidad para el análisis histórico me parece algo más que dudosa, como ha demostrado, por lo demás, la práctica historiográfica. Sin haber creído nunca que el lenguaje sea “el espejo de la naturaleza”, tampoco he compartido nunca la tesis de que el mundo social se reduzca a una “construcción discursiva”, ni he logrado entender qué se quiere decir cuando se postula para el lenguaje la categoría de variable independiente. El giro lingüístico me ha parecido, en sus últimas implicaciones, como una vuelta al idealismo después de la crisis de los estructuralismos y de la desaparición de todos los posibles sujetos trascendentes, sagrados o secularizados, sobre los que se habían edificado los grandes relatos históricos o sobre los que se ha pretendido cimentar la escritura de la historia entendida como historia universal de la libertad o de la emancipación: la Razón, la Libertad, la Clase, el Partido, la Nación. Quedaba la Lengua, pero su recorrido como nuevo sujeto trascendente habría de ser necesariamente corto, sobre todo cuando se trata de estudios de historia económica, política o social, aunque haya mostrado una virtualidad engañosa, empaquetada en una jerga abstrusa, en la ya dos o tres veces calificada como nueva historia cultural, último giro de un oficio que desde hace medio siglo no ha dejado de dar vueltas.
Por eso, el estudio de lenguaje es para mí, como intento mostrar en “Los nombres de la guerra”, búsqueda del sentido de la acción, sea individual o colectiva, en una determinada situación histórica, tal como es expresado explícitamente por los sujetos o actores con el propósito de convencer, movilizar, fundir divergencias, fabricar consensos, definir estrategias. En ningún caso, el análisis del lenguaje se dirige a elaborar una mera “representación” del acontecimiento, ni a recomponer el proceso discursivo de la “invención” de un hecho, sino que va siempre referido al estudio de la acción, de las experiencias por las que atraviesan o, mejor, de las que son protagonistas individuos, grupos, sindicatos, partidos. Cuando, además de política, trato de sociedad, intento establecer una relación entre lenguaje y acción individual o colectiva en el marco de los conflictos y las luchas sociales, de una parte, y de las transformaciones experimentadas en la estructura social y en la composición de las clases sociales, de otra. Así fue cuando analicé la proclamación de la República dentro del modelo que atribuye la instauración de la democracia a un empujón final (el final push del que hablan Rueschemeyer, Stephens y Stephens en su estudio sobre desarrollo del capitalismo y democracia) de la clase obrera en alianza con amplios sectores de las clases medias; y así es cuando he argumentado que el proceso de transición a la democracia en España, que pone fin a la dictadura de Franco, no puede concebirse como resultado mecánico o funcional de los cambios de sociedad ni puede entenderse sin la acción de “específicos agentes políticos y sociales que, procedentes del interior del régimen y de la oposición, condujeron el proceso hacia una vía pactada”.
¿Qué hay detrás de esa búsqueda del sentido de la acción, individual o colectiva, sindical o política, a través del análisis de los lenguajes políticos y de sus relaciones con las estrategias políticas y las estructuras sociales? Pues, sencillamente, en primer lugar, el perdurable influjo de una manera muy tradicional de acometer el estudio de la sociedad y de la política, o el análisis de la estructura social y del sentido que a la acción política imprimen los sujetos, aprendida hace años en el trato de un Karl Marx no leído por Lenin, menos aún por Stalin, sino por los historiadores marxistas británicos. Y en segundo lugar, el influjo no menos perdurable de aquel Max Weber, y de su sociología comprensiva, que en un soterrado diálogo con Marx se preocupaba por el sentido de la acción y por la explicación multicausal tanto de fenómenos económicos y sociales como de grandes procesos políticos: el capitalismo, la formación del Estado. Causa entendida, desde luego, más como condición o hipótesis de probabilidad que como determinante necesario de un efecto: me interesa investigar por qué, en determinadas circunstancias y no en otras, suceden tales cosas, y no otras, y cuál es el sentido que los sujetos confieren a la acción por la que esos acontecimientos o procesos, y no otros, suceden, y cómo ese sentido modifica la acción en curso. Nada que ver con el determinismo, que postula una causa –aunque sea en última instancia: antes, económica; ahora cultural- ni, menos aún, con el posmodernismo, que ha reducido el mundo a un texto y el acontecimiento a una invención; sino más bien con una vieja manera de historia social interesada por las luchas políticas y sociales y escasamente permeable por las efímeras modas impuestas por los sucesivos giros.
Todo esto viene a cuento para situar los dos trabajos centrales de esta recopilación, los dedicados a “España sin guerra civil” y a los cambios sociales –cambio de sociedad, en realidad- durante la dictadura. Con el primero, he querido explicitar un tipo de razonamiento que de todas formas está presente en el quehacer del historiador cuando construye un relato en el que la misma secuencia de los acontecimientos cronológicamente ordenada tiende a dar por supuesto que el pasado ha sido necesario y que el futuro es indeterminado, según el comentario de Raymond Aron al pensamiento de Max Weber. Explicitar ese supuesto con el uso de un contrafactual, pero no con el propósito de reconstruir una secuencia en la que el elemento central que se daba como necesariamente determinado desaparezca pera seguir luego con un relato-ficción del proceso. Lo que me importaba del asunto era mostrar que nada en el proceso anterior determinaba necesariamente el futuro de guerra civil y que por tanto las cosas pudieron haber sucedido de otro modo. O sea, de nuevo Weber: la historia no es una secuencia regida por la necesidad, pero tampoco es producto del azar; el pasado no es casual, pero el futuro no está por completo indeterminado; y también Marx, el Marx de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte: “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos…”. En el oficio de historiador, como en el de sociólogo, es necesario mantener bien agarrado de una mano el extremo de la “agency”, sin soltar nunca de la otra el de la estructura.
De mis incursiones por los tiempos de dictadura he recogido, en primer lugar, “Un fascismo bajo palio en uniforme militar”, reseña de varios libros destinada a Babelia, que me ofreció la oportunidad de ocuparme del debate, entonces muy vivo, levantado por la publicación del libro Due fronti, que contenía dos breves relatos de dos voluntarios italianos en la guerra de España, Giuliano Bonfante y Edgardo Sordo, antifascista el primero y oficial del ejército italiano el segundo. Las memorias no habrían suscitado disputas si Sergio Romano, “intelectual e historiador de irreprochables credenciales liberales”, como lo calificaría poco después Paul Preston, no hubiera salido a la palestra para defender la tesis, vieja por lo demás, de que el triunfo de Franco en la guerra evitó en España la instalación de la “primera democracia popular de Europa”, o sea, el comunismo.
El análisis de “La sociedad” parte de unas consideraciones sobre la sociedad española de antes de la guerra con el propósito de mostrar que la dictadura de ninguna manera razonable puede ser entendida como culminación de siglo y medio de la historia de España ni en lo político ni en lo social. Es su negación, es un tajo profundo asestado sobre un cuerpo en crecimiento, en pleno proceso de transformación. Por eso, en algún artículo presenté a Franco como última anomalía española, alguien que pretende desviar el curso de la historia del conflictivo rumbo seguido desde la Ilustración y el liberalismo, para retroceder aguas arriba, en dirección contraria, al Estado católico e imperial: imperial solo pudo serlo retóricamente, pero de católico bien saciados quedamos los nacidos poco después de la guerra. Ahora, por mucho que la meta del nuevo Estado implantado tras la guerra consistiera en congelar la historia, tan despropósito es presentar la dictadura como su culminación como definirla en toda su duración como tiempo de silencio. Muchas cosas comenzaron a moverse, ya desde 1956, y sobre todo desde 1962 en la sociedad española con la masiva emigración del campo al extranjero o a las ciudades, la oposición universitaria, las luchas obreras, la movilización feminista, la renovación de las artes y de la literatura, la quiebra de la construcción nacional-católica. El artículo “España 1966” sólo pretende mostrar que aun en plena dictadura sucedían miles de cosas en una sociedad menos inerte de lo que hoy es moda recordar cuando se tiende hacia atrás la mirada y solo se percibe una mancha gris.
Parte de esa realidad fueron los encuentros entre gentes que venían del régimen y gentes procedentes de la oposición para ver la manera de asegurar un futuro democrático en España. Con “Transición antes de la transición” solo me propuse responder a una pregunta: ¿desde cuando comenzaron los españoles, o algunos españoles, a hablar de un proceso de transición como momento necesario para pasar de una dictadura a una democracia? La respuesta, también para mí, fue una sorpresa: algunos lo hicieron desde la misma guerra civil. La palabra siguió su curso, aparecía y desaparecía al compás de los encuentros entre disidentes de la dictadura, que algún día ocuparon cargos o la apoyaron y opositores contra la dictadura, que procedían de los vencidos o que eran jóvenes hijos de vencedores que se comprometieron con la causa de los vencidos. Hecho de menos hoy, en este artículo, no haber concedido una atención singular a Dionisio Ridruejo, que unió en su biografía la calidad de disidente y opositor y que en “El Régimen y la transición democrática”, un artículo de 1965, aparece, tanto o más que analista, como profeta cuando escribe: “creo que una etapa transicional y constituyente tendría que comenzar por una amplia apertura de los canales informativos […] una autorización franca de la organización sindical –obrera y patronal- libre; una amnistía pacificadora que anulase todos los principios de discriminación procedentes de la guerra civil […] una serie de reformas en orden a la descentralización político-administrativa […] El final de este proceso no podría ser otro que el de la transferencia del poder a un Parlamento soberano y auténtico.” Muchos planes de transición se elaboraron durante la dictadura que enumeraban parecidas propuestas; ninguno basado en un análisis tan clarividente y con un programa tan premonitor de lo que luego sucedería como el de Dionisio Ridruejo.
No hay que fiarse nunca de las memorias de los protagonistas: esto es lo que se deduce de la siguiente pieza, de título que parafrasea el de un célebre discurso de Antonio Tovar. “Lo que a los reformistas debe la democracia española” fue una reseña para Revista de Libros que tenía por objeto pasar revista a algunas de las memorias publicadas por personajes más o menos destacados del régimen que remontaban su trabajo por la democracia a los años cincuenta. En realidad, los que comenzaron a denominarse reformistas mucho después de aquella década pretendían, como indica su nombre, reformar el régimen, no instaurar una democracia. Pero como Ridruejo había visto con toda claridad, el régimen no era reformable desde dentro; nunca lo fue, ni muerto Franco, cuando los reformistas desde el gobierno presidido por Carlos Arias, tuvieron su última oportunidad. La malgastaron presentando planes de reforma de varias leyes fundamentales que acabaron bloqueados por las mismas instituciones del régimen y rechazados por una oposición que, si no era tan fuerte como para imponer su propia ruptura, tampoco era tan débil como para asistir inerme a una especie de “reforma desde arriba”. Todos los implicados en el proceso tuvieron mucho que aprender y lo cierto es que todos aprendieron muy rápidamente que era preciso pactar: es lo que trato de contar en otro artículo que titulé “Tiempo de luchar, aprender y pactar”, porque, en mi opinión, lucha, aprendizaje y pacto definen bien lo que ocurrió durante aquellos años.
El primer tramo del siglo xxi, con la democracia consolidada, se ha vivido, no solo en España, aunque aquí con la particular intensidad derivada de las deudas pendientes de reparación de los vencidos en la guerra civil y de los represaliados por la dictadura, bajo el signo de la memoria. En los renovados debates sobre el pasado tuvo un decisivo influjo el cambio en la relación de fuerza entre los dos principales partidos políticos de ámbito estatal que puso fin al largo periodo de gobierno socialista como resultado de las elecciones de marzo de 1996, cuando se cumplían sesenta años del comienzo de la guerra y veinte del inicio de la transición. Desde la formación del primer gobierno del Partido Popular, los debates sobre el pasado han ocupado un lugar central en la agenda política y han llenado miles de páginas de los diarios de sesiones de distintas comisiones y de los plenos del Congreso de los Diputados. Sin poder entrar aquí en la complejidad de las cuestiones en juego5, es evidente que uno de los principales resultados de aquellos debates -que tuvo desde la segunda legislatura gobernada por el Partido Popular con mayoría absoluta un fuerte correlato social en los movimientos por la “recuperación de la memoria histórica”- consistió en la denuncia, por parte de un amplio sector de la izquierda, del periodo de la transición a la democracia como un tiempo de olvido, silencio, amnesia y desmemoria.
En “Echar al olvido: memoria y amnistía en la transición a la democracia” sólo pretendía recordar, puesto que de memoria se trataba, que la transición no fue un tiempo de silencio ni de amnesia, de bocas cerradas y cerebros lobotomizados, como se afirmaba cada vez que aparecía un artículo, un libro, un documental sobre la represión, sino por el contrario, de debate permanente sobre nuestro pasado de guerra y dictadura. En periódicos, revistas, ensayos, folletos, novelas, cine, la guerra y la dictadura fueron en el segundo lustro de los años setenta, y aun antes, una presencia constante, como también estuvieron presentes en el debate político, en toda clase de tribunas, incluso en el Congreso de diputados, una vez celebradas las elecciones6. Ocurre, sin embargo, que salvo en sectores finalmente marginales, sobre todo en la extrema derecha, en aquellos años se habló para amnistiar, no para saldar cuentas pendientes. Y respecto a la amnistía, quizá no esté de más recordar (porque incluso ilustres miembros de la magistratura y de la fiscalía afirman hoy en día que la ley de 15 de octubre de 1977 puso al mismo nivel a los presos políticos del franquismo y a los funcionarios de la dictadura) que los presos políticos de la dictadura habían sido amnistiados por decreto-ley de 30 de julio de 1976, casi un año antes de las elecciones y que, por eso, y porque sus partidos fueron legalizados pudieron presentarse a las elecciones de junio de 1977. La ley de 15 de octubre de ese año, que no fue decretada por el gobierno, como también se ha escrito, sino debatida y aprobada por las Cortes a instancias de la oposición –solidaria en este punto con el PNV, ferviente promotor de la iniciativa-, fue defendida en el Congreso por algunos de esos diputados, ex presos políticos de la dictadura, y estaba destinada en el ánimo de sus proponentes a amnistiar a los presos de ETA, capturados y procesados por crímenes cometidos después de la muerte de Franco, que no fueron pocos.
En fin, “Tres apuntes sobre memoria e historia” recoge unas breves notas que continúan sendos debates sobre la irrupción memorial en las últimas décadas del siglo pasado y sobre sendos debates en torno a memoria colectiva y memoria antifascista. Después de unas páginas dedicadas a la conflictiva relación ente memoria e historia, me pregunto si tiene algún sentido, más allá de lo puramente metafórico, afirmar que quienes no habíamos nacido cuando la guerra podemos conservar de ella memoria individual y colectiva; luego, y a propósito de la Ley 52/2007, llamada de Memoria Histórica, y de la propuesta de construir como fundamento de la democracia una memoria antifascista, trato del intento de fusión en una sola memoria, democrática o antifascista, de las diversos proyectos y enfrentadas estrategias generadas por la guerra civil en el campo de quienes resistieron con las armas a la rebelión militar de julio de 1936. A la vista de los relatos construidos en lo que va de siglo xxi sobre memoria democrática –uno de ellos con rango de ley y asesoramiento académico por el Parlament de Catalunya- se puede conjeturar que dentro de unos años no quedará recuerdo alguno de que en España, en el siglo pasado, mucha gente murió y mató por la revolución, por el comunismo libertario, por el sindicalismo, por la religión, por el socialismo, por la patria, por el comunismo soviético, ideales de vida que, por muy elevados que fueran, poco tenían que ver con la democracia; es más, la mayor parte alardearon de antidemocráticos y no faltaron los que abominaron del antifascismo, al que consideraban una trampa de los comunistas para liquidar la revolución.
Hoy no es ayer presenta, pues, una serie de ensayos y artículos sobre los que planea una especie de axioma muchas veces escuchado en mis tiempos, ya lejanos, de juventud: que el pasado era historia y que el futuro estaba por construir; que el presente no estaba determinado por el pasado, del que no era su necesaria consecuencia y del que podría, si nos lo proponíamos, ser ruptura: nada de visiones teleológicas de la historia, incluso en su débil versión de la última instancia; nada de visiones teleológicas de la historia, incluso en su débil versión de la última instancia; nada, pues de determinismo ni de aceptar el pasado como inevitable. Hoy, con la lección acumulada por un siglo de totalitarismos y dictaduras, quizá es tiempo de volver del revés la célebre frase de George Orwell, miles de veces repetida, y afirmar que quienes pretendieron controlar el pasado, perdieron el futuro, como perderán el pasado quienes pretendan controlar el presente al modo de los comisarios de la memoria. Lo perderán porque lo habrán reducido a una dimensión puramente instrumental, a mera legitimación del presente, robándole su propia entidad, reduciendo su ser en sí a un ser para otro: una cosa es reconocer a las víctimas y reparar los crímenes, otra muy distintas instrumentalizar el pasado para conquistar no se sabe qué clase de hegemonía con el propósito de imponer desde parlamentos y gobiernos un discurso histórico público e institucional.
En el siglo XX, nadie ha tratado con más ahínco de controlar el pasado que los regímenes totalitarios, fascistas y comunistas o, por lo que a España se refiere, la coalición militar, católica y fascista que se adueñó de todo el poder tras la derrota de la República. Sus políticos, sus predicadores, sus profesores, sus publicistas, sus periodistas no se limitaron a inventar un relato del pasado con el que pretendieron legitimar un tipo de regímenes que habían llegado a la existencia con vocación de cumplir mil años de vida; se afanaron también en perseguir, encarcelar, torturar, desterrar o fusilar a quienes se atrevieran a contar de otro modo el pasado impuesto. Y sin embargo, toda aquellas construcciones, todas aquellas memorias colectivas fabricadas desde un centro único, monolítico, de poder se derrumbaron un buen día, dejando como única herencia un montón de ruinas intransitables. Que el pasado no pase, claman ahora los comisarios de la memoria, los gestores de identidades colectivas, sean de derecha, sean de izquierda, como el gran hallazgo de un nuevo discurso que pretende imponer en el presente una determinada memoria, cultivada y ordenada desde el poder, especialmente desde los poderes autonómicos, obsesionados con la recuperación de imaginadas señas de identidad colectivas para la construcción de realidades nacionales. El pasado, habría que responderles, pasó y es preciso conocerlo en la misma medida en que es necesario no quedar atrapados en sus redes. Porque, en definitiva, hoy no es ayer.
Con este título quiero también rendir homenaje a Francisco Ayala, uno de los españoles más cruelmente golpeados por la rebelión y la guerra que mantuvo en el exilio la mirada lúcida de quien no renuncia a construir su propio futuro: su obra narrativa, sus intervenciones en las polémicas metafísicas sobre el ser de España, el irrenunciable liberalismo que defendió en los tiempos oscuros de ascenso de los totalitarismos, la libertad con la que encaró sus proyectos de vida cuando todo se había derrumbado a sus espaldas, permanecen como fuentes de aprendizaje e inspiración. Ayala tituló una recopilación de sus ensayos Hoy ya es ayer para dar cuenta de la fugacidad del tiempo, una dimensión que solo se llega a sentir en todo su alcance cuando el tiempo ha efectivamente pasado, cuando hoy es ya ayer. Es claro que de ningún modo quiero enmendar esa plana, todo lo contrario: con su título, Ayala se situaba en el mañana de hoy; en esta recopilación, yo me limito a navegar por algunos de los ayeres de nuestro presente: es lo que me permite afirmar, compartiendo plenamente el título de Ayala, que hoy no es ayer, aunque lo será mañana.
Santos Juliá
Hoy no es ayer
Ensayos sobre la España del siglo XX
Barcelona, RBA, 2010, 375 páginas
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