Santos Juliá
Índice
Presentación, Santos Juliá
1. Memoria, historia y política de un pasado de guerra y dictadura, Santos Juliá.
2. De la memoria oficial a la memoria histórica: la Guerra Civil y la dictadura en los textos escolares de 1939 al presente. Carolyn P. Boyd,
3. La Guerra Civil y la historiografía: no fue posible el acuerdo, Manuel Pérez Ledesma.
4. Para un mapa de lecturas de la Guerra Civil, José-Carlos Mainer.
5. La Guerra Civil vista por el cine del franquismo, Román Gubern.
6. Los lugares de la memoria franquista en el NO-DO, Vicente Sánchez-Biosca.
7. ¿Memoria de la represión o memoria del franquismo? Carme Molinero.
8. La memoria de la República y de la Guerra en el exilio, Alicia Alted Vigil.
9. La evocación de la guerra y del franquismo en la política, la cultural y la sociedad españolas, Paloma Aguilar Fernández.
10. Proceso evolutivo o “crisis y conversiones”: los años cincuenta y el viejo falangismo, Jordi Gracia.
Presentación
Santos Juliá
En abril de 1975, Raymond Carr comentaba en el Times Literary Supplement que, si se paseaba por las Ramblas de Barcelona, “en todos los puestos de libros veremos obras de historia contemporánea, especialmente sobre la II República y la Guerra Civil”. Carr pensaba que la historia contemporánea se había convertido en una obsesión y que un aluvión de libros venía a colmar el vacío de tantos años en los que asomarse a los siglos XIX y XX estaba prácticamente excluido entre los historiadores españoles. España, escribirá el mismo Carr dos años después, a propósito de la aparición en 1977 de La cultura bajo el franquismo, coordinado por Josep María Castellet, experimenta “un proceso de auto-examen, obsesivo en su intensidad, que se manifiesta en una plétora de encuestas de opinión y en una avalancha de libros”.
Veinticinco años después de estas impresiones de un asiduo visitante y buen conocedor de la historia política de España, asistimos a la aparición de una nueva oleada de libros sobre la guerra civil y primer franquismo que se presentan invariablemente a los lectores como un intento de recuperar la memoria frente al silencio o el olvido en que nos habríamos sumido por el miedo y por la aversión al riesgo diseminados por la sociedad española durante la transición a la democracia. Se habla cada día, en cada ocasión, de pacto de amnesia, de tiranía de silencio, de conspiración contra la memoria, de sintaxis de la desmemoria, del tabú de la guerra, de la catarsis necesaria y no hay libro sobre cárceles, fusilamientos, trabajos forzados o fosas comunes que no se presente como un intento de romper la historia oculta o reprimida por una maquinación contra el conocimiento del pasado o por una historia oficial interesada en silenciar o pasar por alto sus aspectos más traumáticos.
Ocurre, sin embargo, que esta nueva oleada de libros no es la primera ni la única: desde que Raymond Carr paseara por los Ramblas entre publicaciones dedicadas a la República y a la Guerra Civil no ha habido ningún año en España en que no hayan aparecido decenas de libros de toda especie sobre nuestra más reciente historia. Y a este respecto, no deja de ser curioso que la ingente producción editorial sobre la brutal represión de los vencidos haya llegado a las librerías inmediatamente después de aquellas otras oleadas de publicaciones que, también en un intento de recuperar la memoria, se dedicaron en los años noventa a evocar, con recortes y citas de prensa o con la reimpresión de enciclopedias o de catecismos y manuales de historia, aspectos de la vida diaria, como la escuela, la familia, las devociones, la copla y otras nostalgias de la infancia y juventud de sus autores. El florido pensil, de Andrés Sopeña, y Mi mamá me mima, de Luis Otero, son ejemplos de un filón que tardó años en agotarse y que pueden considerarse como últimos resplandores de una fórmula que tuvo en Crónica sentimental de España, de Manuel Vázquez Montalbán, y en Usos amorosos de la posguerra española, de Carmen Martín Gaite, sus más ilustres antecedentes, acompañados también de un notable éxito editorial, a mediados de los años ochenta. A pesar de que hoy se recuerda como un olvido, lo cierto es que el pasado –de guerra civil, de dictadura- ha estado siempre presente entre nosotros.
Y es que memoria e historia, como recuerdo y conocimiento, no son la misma cosa ni crecen en idéntica dirección y con el mismo ritmo. Es evidente que, sin relación directa con la abundancia de libros, películas, series de prensa o de televisión sobre guerra civil y franquismo cosechada cada año, la memoria de aquellos tiempos se ha modificado a medida que los abuelos que hicieron la guerra morían, los padres que tuvieron su gran momento en la transición se hacían mayores y los nietos que despertaron a la conciencia política en la democracia iban ocupando los primeros puestos en la escena. Donde la historia pretende una reconstrucción “sabía y abstracta” del pasado y mantiene su pretensión “crítica y laica” sin aceptar que se le vede ningún terreno –por decirlo con las palabras de Henri Rousso- la memoria está sometida a un cambio permanente, inducido por las exigencias del presente, por la biografía de quien quiere recordar, por lo que se decide olvidar, por las políticas de la historia elaboradas desde los poderes públicos o por meras oportunidades e incitaciones del mercado, que se lanza tras un aspecto del pasado si cree que ha dado con algún filón poco explorado y potencialmente inagotable. Mientras la historia busca conocer, comprender, interpretar o explicar y actúa bajo la exigencia de totalidad y objetividad, la memoria pretende legitimar, rehabilitar, honrar, condenar y actúa siempre de manera selectiva y subjetiva: tal vez en esa diferencia radique la posibilidad de una abundancia objetiva de conocimientos sobre nuestra historia reciente y la sensación, muy extendida ya en los años ochenta, creciente en los noventa y abrumadora en los tiempos que corren, de que falta memoria de ese pasado sobre el que, sin embargo, se ha ido acumulando una montaña de letra impresa en la que resulta cada vez más difícil moverse.
Conocer el pasado y rememorarlo, con nostalgia, con pesadumbre o con irritación, son operaciones diferentes. Saber es una cuestión de estudio, de documentación, de lectura y aspira a la universalidad en un doble sentido: no dejar nada fuera de foco y ser compartido por todos. Recordar, sin embargo, es una cuestión de política, de celebración, de voluntad y tiene que ver con la relación del sujeto con su propio pasado y con lo que, al traerlo al presente, quiere hacer con su futuro. Es obvio que nadie puede recordar aquello que no ha vivido, que no forma parte de su experiencia personal: “recuperar el pasado” en el sentido estricto de asomarse a él para conocerlo no es, ni puede ser, función de la memoria; en realidad, como advertía sabiamente Francisco Ayala, no hay ningún hombre que posea “memoria histórica”, por la sencilla razón de que “nadie recuerda, ni puede recordar, lo sucedido fuera del ámbito de su propia experiencia”. Es la historia, no la memoria, la que se esfuerza por conocer el pasado y la que requiere, por tanto, un ejercicio de aprendizaje: la historia se aprende, no se recuerda. La memoria, por su parte, aspira a mantener viva la relación afectiva con tal o cual acontecimiento que reviste un especial significado para quien recuerda, sea un grupo o una persona, como sustrato de su identidad, como cumplimiento de un deber hacia el grupo o sus ancestros o, en fin, como una exigencia hacia el presente. Mientras el conocimiento histórico tiende a la objetividad por el uso de los instrumentos propios de la crítica, hay tantas memorias como individuos, por más que grupos de individuos puedan compartir –a base de celebraciones o de adoctrinamiento- idéntica memoria de un acontecimiento que les haya afectado; sólo en este sentido podrá hablarse de una memoria colectiva, un concepto en el que asoman algo más que resabios de una concepción organicista de la sociedad.
Idéntica podrá ser, pero no siempre la misma, pues mientras el saber del pasado es acumulativo, aunque esté sujeto a diferentes interpretaciones, la memoria es cambiante, no sólo en el sentido de que se puede recordar mucho o poco, sino esto o aquello, de este modo o del otro, por un grupo u otro, con el propósito de honrar o de condenar, con el objetivo de clausurar un pasado o abrir un futuro. A medida que el tiempo pasa y las experiencias cambian, siempre es posible saber más, pero siempre se recordará de otro modo: en los años setenta, cuando el objetivo era instaurar una democracia, la memoria de la guerra y de la dictadura fue diferente a la de los años noventa, cuando se recordaba desde una democracia consolidada; como tampoco es idéntica la memoria de un vencedor y la de un vencido, la de un general y la de un soldado, ni se habla de lo mismo cuando se trata de la memoria de quien ha sufrido una experiencia que de la “memoria” de aquel a quien alguien cuenta la experiencia sufrida por otros y de la que no tiene ni puede tener una memoria personal, al cabo la única que merece ese nombre; la otra, la llamada histórica no es más que el resultado de las políticas, públicas o privadas, de la historia, esto es, de la pedagogía de sentido que un determinado poder pretende dar al pasado para legitimar una actuación en el presente.
Y todo esto es así porque, como Paul Ricoeur escribiera hace años, si el pasado es inmodificable, su sentido no está fijado para siempre: mientras la historia se ocupa de buscar la verdad –toda la verdad, si fuera posible- de ese pasado inmodificable, la memoria trata de encontrar o construir un sentido para quien recuerda un aspecto, un acontecimiento, de ese pasado con el que se siente unido por un vínculo especial. Es la frecuente confusión de estos dos planos lo que establece, sobre todo cuando se trata de acontecimientos traumáticos, una relación conflictiva entre historia y memoria. Aunque la historia haya sido definida multitud de veces como maestra de la vida o aunque se haya cargado sobre sus espaldas la tarea de transformar la sociedad, será difícil encontrar a un historiador que, en función de su oficio -que no es exactamente el de comisario de exposiciones ni el de comisario para la recuperación de la memoria histórica- pretenda llevar a cabo políticas para la presente. No ocurre lo mismo, sin embargo, con quienes de manera profesional se dedican al cultivo de la memoria: en función de esa memoria, esto es, de su relación con un acontecimiento del pasado, plantean exigencias políticas para el presente. Es evidente en las asociaciones de víctimas del terrorismo, pero lo es también en no pocas asociaciones para la recuperación de la memoria histórica. El pasado se erige, entonces, no ya en un saber que pueda arrojar alguna luz sobre el presente, sino en una perdurable guía o norma de conducta: hacer tal o cual cosa, o dejar de hacerla, puede ser calificada de olvido y hasta de traición a los muertos.
Naturalmente, esto no tiene nada que ver con el conocimiento o la ignorancia del pasado e incluso puede entrar en conflicto con él: cuando a quien celebra la memoria de la victima de un lado se le recuerda que también hubo víctimas, igualmente inocentes, en el otro, lo habitual es un encogimiento de hombros. Más aún, si por la razón que fuere, quien de pronto descubre un crimen que le conmueve y cree que ha sido “olvidado” por la sociedad, tenderá a culpar al conjunto de esa sociedad de volver al espalda al pasado por carecer de valor para enfrentarse con él. Ha sido habitual en los últimos años que alguien que por vez primera oye hablar de un crimen monstruoso –como fue la ejecución de las jóvenes conocidas como “Trece Rosas”-, muestre su indignación por el olvido en que se ha hundido su memoria y denuncie la perversidad de una supuesta historia oficial por haber silenciado tan inicuo fusilamiento. Escribe entonces un libro con el propósito de “recuperar” su memoria, de devolver a las víctimas la palabra que le fue arrebatada de modo tan inicuo. Le asiste toda la razón al hacerlo: mantener el recuerdo de aquellas trece jóvenes siempre será moralmente encomiable. Pero ni la historia –si por tal se entiende el producto del trabajo de los historiadores- había silenciado u ocultado este hecho, ni eran desconocidas sus circunstancias: revistas de divulgación histórica le habían dedicado su atención y cualquier interesado por la reciente historia de España tenía la posibilidad de informarse de un hecho que no ha estado oculto y sobre el que prácticamente se sabía todo varios años antes de que aparecieran estas airadas protestas contra el silencio que habría supuestamente caído sobre ellas. Probablemente, el autor o la autora del último libro sobre este u otro acontecimiento no se había enterado, hasta el momento de poner manos a la obra, de la información disponible ni, por tanto, podía “recordarlo”. Pero quien por vez primera “recuerda” o, más exactamente, se informa, en lugar de protestar contra un olvido presuntamente generalizado, debía abrigar la sospecha de que tal vez su caso, más que de olvido, es de ignorancia: sencillamente no se había informado de que el acontecimiento cuya memoria considera ahora imprescindible para mantener a la sociedad en un estado aceptable de salud moral era conocido y se había divulgado por los medios habituales de difusión del conocimiento histórico: libros, revistas académicas, revistas de divulgación.
No es la salida de una era de silencio y amnesia lo que estamos presenciado en España en los diez o quince últimos años. Es algo de naturaleza distinta: es, como decenas de escritos de las diversas asociaciones de recuperación de la memoria histórica ponen de manifiesto, el propósito de rehabilitar a los represaliados, encarcelados y fusilados durante la guerra civil por el bando rebelde contra la República y, una vez la guerra terminada, por la dictadura instaurada como resultado de su derrota. Comprender cabalmente las razones y el momento de estas iniciativas de rehabilitación moral y política exige, ante todo, ampliar la mirada a lo ocurrido en Europa y en el mundo tras la caída del muro de Berlín. Durante toda la década de 1990, la internacionalización de la memoria de la Guerra Mundial, de los horrores sufridos por la población civil, del colaboracionismo con los nazis, y de la represión desencadenada por diversas dictaduras militares ha suscitado un movimiento de reparación moral de las víctimas con las consiguientes peticiones de perdón y las iniciativas de reparación financiera y jurídica tras constituir comisiones de investigación. En ocasiones, esas comisiones han asumido la tarea de jueces que deben sentenciar sobre responsabilidades, dando así lugar a un proceso de creciente judicialización de la historia, borrando los límites entre el juez y el historiador que Marc Bloch había defendido con tanta contundencia pocos años antes de ser torturado y fusilado por los nazis. Las relaciones de la memoria y de las representaciones del pasado con la historia o búsqueda de la verdad y con la justicia o promulgación de sentencias se han visto profundamente afectadas por la internacionalización de esta política de reparación, extendida a todo el mundo tras la caída de los regímenes comunistas en Europa del Este y de las dictaduras militares en América Latina.
En España no hemos sido ajenos a esta nueva dimensión de la memoria y de sus relaciones con la historia y con la justicia. Pero entre nosotros se trata, por una parte, de un acontecimiento lejano en el tiempo, como fue la guerra civil, con tantos o más muertos, de una parte y de otra, asesinados en las cunetas que caídos en las batallas; por otra, de un régimen de dictadura que se extendió durante cerca de cuarenta años, con flagrantes violaciones de derechos humanos; y, en fin, del periodo de transición de la dictadura a la democracia. Han pasado ya del comienzo de la transición treinta años y nuevas generaciones que no tuvieron la posibilidad de desempeñar un papel activo durante ese periodo plantean otras exigencias respecto al pasado porque otra es la realidad desde la que proyectan su mirada, desde la que quieren “recordar” un acontecimiento que no vivieron. Si memoria y esperanza están, como escribía José Luis Aranguren comentando a San Juan de la Cruz, en proporción inversa, si “cuanto más la memoria se desposee, más tiene de esperanza”, se podría decir que la medida de la “desmemoria” de la guerra estaba en proporción directa con la esperanza de concluir con ella, de clausurarla como presente y tratarla como un hecho histórico. Para eso, paradójicamente, era preciso conocerla, acumular sobre ella conocimientos que sin embargo no se “recordaran” como motivos de su continuación, conocimientos que, al hacerse presentes, se “echaran al olvido” para clausurar un pasado y abrir otro futuro.
Esa actitud hacia el pasado, muy extendida en círculos de la disidencia y de la oposición contra la dictadura desde mediados de la década de 1950, ha dejado de tener vigencia con la llegada de una nueva generación que se ha encontrado la guerra y la dictadura definitivamente clausurados, por más que aquí y allá perduren, en fachadas de iglesias, en estatuas o en el callejero, huellas de su existencia. Por eso, aquel periodo ha pasado a convertirse en materia u objeto de crítica por parte de historiadores y publicistas hasta el punto de que cuando se habla de reparación moral de las víctimas de la guerra y del franquismo, lo que se discute no es sólo la memoria que hoy tenemos de la guerra y de la dictadura, sino la memoria activa durante la transición a la democracia. Y más allá de esa memoria, la transición misma, sometida a escrutinio por las nuevas generaciones, -los nietos de la guerra, como me he referido a ellos en otro lugar para diferenciarlos de aquellos "niños de la guerra" de los que había hablado Teresa Pàmies- que al rehabilitar a sus abuelos, asesinados y enterrados en fosas comunes, arrojan una sospecha sobre la generación de sus padres, a la que acusan de haber optado por la amnesia y la desmemoria antes de enfrentarse abiertamente con su pasado.
La sustancia de esa acusación consiste en afirmar que, atenazados por el miedo y por su aversión al riesgo, los españoles de 1975 no se habrían atrevido a mirar atrás, habrían guardado silencio y dejado las cosas más o menos como se las encontraron. Gracias a este supuesto "pacto de amnesia", el franquismo habría podido sobrevivir a la muerte de su fundador, los españoles habrían vivido sometidos a una “tiranía de silencio”, víctimas de una “conspiración contra la memoria” o de una operación de “lobotomía”, y el sistema político en construcción durante aquellos años no sería más que la continuación de lo mismo por otros medios. Al cabo, lo único que se habría conseguido durante la transición sería un conjunto de libertades formales, dejando lo esencial como Franco lo dejó, atado y bien atado. Es muy habitual al hablar sobre la transición afirmar que la democracia española entonces construida sufre ciertos defícits atribuibles precisamente a no haber saldado de manera adecuada las deudas con el pasado: desde los GAL al porcentaje de gasto social, desde el sistema de partidos a la generalización y homogeneización de las autonomías, habría un legado del franquismo que seguiría gravitando sobre la democracia española por haber sellado la oposición con los reformistas del régimen durante el periodo de transición un “pacto de olvido”, también llamado “pacto de silencio”, culpable de una amnesia generalizada.
Estas denuncias se sostienen sobre una falsa idea –una falsa memoria, podría decirse, siguiendo por un momento la moda de llamar memoria y olvido a lo que en realidad es conocimiento e ignorancia- de lo investigado, publicado y debatido durante los años de transición a la democracia y después. Normalmente, estos juicios sobre la transición se apoyan en la identificación –que se postula evidente en sí misma y, por tanto, no necesitada de prueba alguna- de amnistía con amnesia, dando por hecho que la primera arrastró como consecuencia la segunda y que, por tanto, la transición política, pero también la coetánea sociedad española, estuvo dominada por el tabú de la guerra o por el miedo a hablar o publicar nada sobre la represión franquista. Pero dar por hecho no significa probar; simplemente, en lugar de investigar lo realmente publicado y debatido en los años de transición, se “recuerda” por muchos, sin experiencia directa de aquellos años, que el lugar de la memoria reprimida lo ocupó el silencio impuesto. No interesa, pues, de qué memoria del pasado se trataba o, más exactamente, cuáles fueron las memorias enfrentadas durante la transición y al servicio de qué políticas se pusieron, sino de afirmar taxativamente que un pacto nefando extendió sobre la sociedad un silencio sepulcral.
Por eso, no era ocioso volver a echar una mirada sobre las representaciones o memorias, si así quiere decirse, del pasado que han ido jalonando la historia de las últimas décadas. No estamos aún en España en condiciones de ofrecer una historia de la memoria de la guerra y del franquismo: queda todavía mucho por saber acerca de las sucesivas y conflictivas percepciones y visiones de nuestro pasado tal como han quedado impresas en papel, películas de cine o cintas de vídeo. Pero algo se ha avanzado en esa dirección. El propósito que me guió al organizar este ciclo de conferencias patrocinadas por la Fundación Pablo Iglesias, y del que este libro es resultado, era precisamente ese: poner por un momento entre paréntesis la ecuación amnistía igual a amnesia, dejar entre signos de interrogación las contundentes afirmaciones sobre nuestro silencio y nuestro olvido y empezar a dar cuenta de las diversas representaciones de ese pasado que han llegado hasta nosotros en algunos de los soportes posibles: en manuales y libros de texto o en investigaciones académicas; en el cine y en aquel gran productor de memoria que fue el NO-DO; en el discurso y en la acción política; desde el exilio y desde el interior; en obras de creación literaria y de escritura autobiográfica. Al cabo, como recordaba Antonio Tabucchi, los escritores “tienen, como todos, una memoria que puede ser engañosa, fugaz, defectuosa. Pero éste no es el punto importante. Lo importante es que ellos producen memoria. La literatura es antes que nada memoria, la larga memoria de todos nosotros”. Por supuesto, aquí se trata sólo de ir desbrozando algunos caminos en un terreno en el que casi todo queda por hacer. Pero si la publicación de estas ponencias, en las que se ofrecen puntos de vista a veces polémicos y no siempre concordantes, sirviera para alentar una ampliación de la problemática y, en lugar de preguntarnos tan obsesivamente por qué estuvimos callados y en silencio, deambulando como amnésicos, dedicáramos un mayor esfuerzo a conocer cuáles fueron las representaciones de aquel pasado, cómo surgieron, se codificaron y se modificaron y por qué, cuáles sus huellas y dónde buscarlas, el trabajo no habrá sido en vano.
Santos Juliá (Dir.)
Memoria de la guerra y el franquismo
Madrid, Taurus y Fundación Pablo Iglesias, 2006,
397 páginas
Coordinador
Libros