Índice

Introducción: Violencia política en España ¿Fin de una larga historia?

Santos Juliá

1. La violencia carlista tras el tiempo de las carlistadas: nuevas formas para un viejo movimiento

Jordi Canal

2. La cara oscura del anarquismo,

Julián Casanova

3. Política de lo sublime y teología de la violencia en la derecha española

Pedro Carlos González Cuevas

4. “Preparados para cuando la ocasión se presente”: los socialistas y la revolución

Santos Juliá

5. “Si los frailes y los curas supieran…” La violencia anticlerical,

Julio de la Cueva Merino.

6. La patronal y la brutalización de la política

Mercedes Cabrera y Fernando del Rey Reguillo

7. Violencia pretoriana: del Cu-Cut al 23-F,

Carolyn P. Boyd

9. El Estado ante la violencia

Eduardo González Calleja


Introducción

Violencia política en España ¿fin de una larga historia?

Santos Juliá


"No podía resignarme a cruzarme de brazos; al contrario, creí justo recurrir a la violencia para transformar el mundo": con estas palabras recordaba Manuel Tagüeña su actitud de rechazo del orden social vigente cuando terminaba en 1929 sus estudios de bachillerato, cursados en un colegio de los Hermanos Maristas. Recurrir a la violencia para transformar el mundo era una actitud habitual entre los jóvenes anarquistas, comunistas o socialistas hacia 1930: muchos se alistaron a milicias uniformadas y ocuparon sus horas de ocio realizando ejercicios de instrucción militar cuando los años treinta iban ya avanzados. No sólo ellos: jóvenes uniformados, formados en escuadras, saludando no con el puño en alto y cerrado sino con la palma de la mano dirigida al suelo o al cielo, con el brazo cruzado sobre el pecho o extendido buscando la vertical, a la doble usanza romana, proliferaron también entre las Juventudes de Acción Popular y las juveniles huestes de Falange Española.

Durante la mayor parte del siglo XX, las ideologías políticas han incluido, casi sin excepción y no sólo en España, un elemento de fuerza: el mundo al que se aspiraba, se soñara en el futuro o en el pasado, se llegara a él por una revolución o una restauración, no alumbraría sin dolores de parto. La violencia, escribía Eugenio Vegas en mayo de 1936, "es consecuencia forzosa de toda creencia firme. Donde existe un ideal fuerte, verdadero o falso, surge una mística y, tras ella, la violencia". Combatir por una idea, a la vez que con las armas del razonamiento y de la lógica, con la espada y con la hoguera era, según creía este católico monárquico, la mejor muestra de que no se había extinguido o marchitado el aliento viril de los pueblos. No fue una creencia exclusiva de los jóvenes que comenzaban a alborotar con su presencia la vida de unas ciudades en rápido crecimiento. En algún momento de su vida, el recurso a las armas para incidir en la política pudo ser defendido por un catedrático de lógica, como Julián Besteiro, o por un clérigo, como Aniceto de Castro Albarrán; por un penalista, como Luis Jiménez de Asúa, o por un filósofo como José Ortega y Gasset; por dirigentes sindicales, como todos los que se tomaron por "pistolas de la clase obrera", o por dirigentes patronales, como todos los que se aprestaron a "la defensa armada de la sociedad". La legitimidad de la violencia, entendida aquí en su sentido más etimológico, como fuerza física ejercida sobre otro para imponer la voluntad propia, fue un elemento central de muy diferentes ideologías y formaciones políticas, de organizaciones patronales o sindicales, de grandes burocracias de Estado, de gentes que andaban por el lado de la protesta como de quienes se situaban del lado del orden.

Presentar las más arraigadas y más extendidas ideologías que justificaban los lenguajes de violencia, analizar las creencias, el sentido de la historia que alimentaban, describir sus prácticas, sus formas organizativas, fueran partidas, milicias o escuadras, es el propósito de este libro. Como quedará claro desde su primer capítulo, la historia política de España, desde la revolución liberal de los años treinta del siglo XIX hasta la transición a la democracia en los años setenta del XX, estuvo muy poblada de fuerzas sociales y políticas que tenían a la violencia como un recurso legítimo para imponer su particular visión del orden social o del Estado al conjunto de la sociedad. No nos interesará tanto en este contexto el inventario de grupos pequeños, aislados, sin amplia base social, que hayan recurrido al atentado o al sabotaje, como la violencia defendida en la teoría y ejercida en la práctica por formaciones políticas, fuerzas sociales o burocracias de Estado que gozaron de un predicamento sostenido en el tiempo y de un apoyo amplio en la sociedad: carlistas, anarquistas, socialistas, monárquicos, católicos, fascistas, patronos, militares, nacionalistas.

Nuestro recorrido comienza por los carlistas y acaba en ETA, primera y última de la manifestaciones del rechazo violento de un marco estatal que han gozado o gozan de apoyos arraigados en la sociedad. No es una casualidad que así sea: la presencia de partidos u organizaciones que recurren a una violencia, justificada a los ojos de un sector de la sociedad, guarda estrecha relación con la falta total o parcial de legitimidad que afecta al Estado ante esos mismos sectores sociales. Más exactamente: es la otra cara de esa carencia o déficit de legitimidad; es lo que permite combatirlo, llegado el caso, con las armas en la mano. Desde la caída del Antiguo Régimen y la revolución liberal, el Estado español nunca ha gozado de una legitimidad generalizada. No la consiguió en el turbulento periodo del reinado de Isabel II, con la conocida sucesión de Constituciones y de pronunciamientos y revoluciones; no logró conquistarla durante el sexenio revolucionario o democrático, con cambios de régimen que acabaron literalmente a los pies de los caballos. La monarquía de la Restauración, a la que hoy se tiende a presentar tópicamente como integradora, fue incapaz de conquistar la legitimidad entre los partidos excluidos del turno liberal y conservador y nunca disfrutó de legitimidad ante los movimientos políticos y sindicales de la clase obrera, ni entre las clases medias republicanas, por no hablar de los intelectuales, que, sin embargo, nunca acopiaron fuerzas suficientes para acabar con ella: fueron los militares quienes se encargaron de darle, también literalmente, la puntilla. A la República le faltó desde su mismo origen el apoyo de quienes se pertrecharon bajo el lema de religión, patria, orden, trabajo, propiedad: incapaz de asentar una fórmula integradora, nunca tuvo de su parte al conjunto de las fuerzas armadas, que repitieron el clásico pronunciamiento aunque esta vez seguido por una larga guerra civil. Y la dictadura impuesta tras la victoria de la rebelión militar solo logró consolidarse por medio del ejercicio planificado de violencia desde el Estado, sin parangón posible con nada de lo ocurrido antes.

Esta deslegitimación, persistente, reiterada, del Estado, unas veces por fuerzas que pretendían restaurar el viejo orden, otras por fuerzas que aspiraban a implantar un orden nuevo, que alimenta las ideologías de la violencia y defiende como legítima la insurgencia, no ha sido patrimonio exclusivo de las diferentes oposiciones, de quienes desde el origen de los sucesivos regímenes políticos se sintieron excluidos del ejercicio del poder. Es un rasgo de nuestra historia política la singular situación que ha llevado a partidos políticos en un momento leales a la Constitución y al sistema a convertirse en fuerzas desleales y deslegitimadoras de esa Constitución y del mismo sistema. Ha sido propio de la política española que en algún momento un sector de las fuerzas en que se apoyaba determinado régimen se lanzaran a la insurrección para conquistar todo el poder y excluir a sus competidores. Los artífices de los pronunciamientos e insurrecciones durante el reinado de Isabel II formaban parte del sistema, eran lo que hoy se llamaría su núcleo duro, y disponían de recursos armados que el mismo Estado había confiado a su custodia. Un sistema como el de la Restauración, que otorgó una esfera autónoma de poder a las fuerzas armadas, acabó herido de muerte por un pronunciamiento militar. La primera República tuvo que enfrentarse a la rebelión cantonal, pero la Segunda hubo de hacer frente no sólo a intentos de golpes militares, sino a insurrecciones anarquistas y a una revolución declarada por un partido como el socialista, que hasta un año antes la había gobernado.

Ausente de las confrontaciones entre Estados que llevaron a Europa y al mundo a dos guerras totales, la violencia que siempre estuvo presente en la vida política española, adquirió una dimensión particularmente dramática en la guerra de exterminio que fue la consecuencia de la rebelión militar de julio de 1936. En el bando vencedor, el lenguaje de la violencia, la justificación de su empleo, recibió una caución sagrada de parte de la jerarquía católica y perduró, en círculos cada vez más restringidos pero con fuerte poder sobre las burocracias de Estado, hasta su mismo final. Enrique Suñer, catedrático de pediatría de la Universidad Central y vicepresidente de la Comisión de Educación y Cultura de la Junta Técnica del Estado que presidía José María Pemán, escribía en 1937 que la Providencia y los hombres no podían dejar sin castigo "tantos asesinatos, violaciones, crueldades, saqueos, destrucciones. Es menester, con la más santa de las violencias, jurar ante nuestros muertos amados la ejecución de sanciones merecidas"; el programa ideal de la regeneración de España no podría cumplirse hasta "la extirpación de nuestros enemigos". Y Pedro Laín, que andando el tiempo evolucionaría hacia posiciones liberales, no dudaba en afirmar, escribiendo en 1941 "como falangista y como católico", que "el nacionalsindicalismo, sin caer en derivaciones seudorreligiosas, sabe bien el valor cristiano de la violencia justa". La violencia, en el lenguaje dominante tras la guerra, pasó a ser santa, justa; una violencia que los cardenales Gomà i Thomas, primero, y Pla i Deniel después no dudaron en exigir para erradicar de España los virus extranjeros que habían contaminado el cuerpo de la nación.

Por el lado de los derrotados, la misma dimensión de su derrota y la persistencia del régimen construido sobre el resultado de la guerra favoreció la aparición de un nuevo discurso político que tuvo como uno de sus elementos centrales la expresa renuncia a  la violencia para posibilitar la apertura de un proceso de transición hacia un régimen en el que pudieran encontrarse todos los españoles. Esa nueva cultura cívica fue, en primer lugar, patrimonio de pequeños grupos del interior, conscientes de su debilidad, y de los exiliados que sometieron a crítica sus propias responsabilidades en el catastrófico resultado de la guerra. Personalidades y grupos disidentes del régimen recién instaurado comenzaron a hablar un lenguaje similar de renuncia a la violencia desde el momento en que la Dictadura de Franco estaba allí para durar, que gozaba de un firme sostén en las fuerzas armadas y de seguridad y cuando hubieron de rendirse a la evidencia de que las potencias aliadas vencedoras en la Guerra Mundial no intervendrían militarmente para expulsar a Franco de la jefatura del Estado y poner en su lugar una monarquía restaurada en la persona de Juan de Borbón.

Muy probablemente, esta sensación de debilidad de opositores y disidentes explica que la renuncia a cualquier intento de revancha o de represalias y a cualquier recurso a la violencia pasara a convertirse en un punto central de los múltiples pactos, acuerdos, o proyectos de transición a la democracia elaborados y firmados durante la Dictadura. Lo incluía expresamente Indalecio Prieto, en nombre del Partido Socialista, cuando negociaba un acuerdo con José María Gil Robles, que hablaba como representante de la Confederación de Fuerzas Monárquicas; lo decía con toda claridad la resolución del Partido Comunista cuando, al proponer una política de reconciliación nacional en junio de 1956, estableció como norma de conducta "para unos y para otros, el compromiso de no recurrir a la guerra civil ni a las violencias físicas, para dirimir las diferencias político-sociales". Lo afirmó la Unión de Fuerzas Democráticas, que comprendía a partidos del exilio y de la oposición interior, en los manifiestos y comunicaciones que se prodigaron desde finales de los años cincuenta. Lo repitieron los reunidos en el coloquio de Munich cuando expresaron  en su resolución final el propósito de que la evolución hacía la democracia se llevara a cabo "de acuerdo con las normas de la prudencia política, con el ritmo más rápido que las circunstancias permitan, con sinceridad por parte de todos y con el compromiso de renunciar a toda violencia activa o pasiva antes, durante y después del proceso evolutivo".

La extensión de este nuevo lenguaje, y el cambio de social y cultural experimentado durante los quince últimos años del régimen de Franco, explica que en esta ocasión los intentos de justificar el uso de la violencia contra la dictadura, que no faltaron entre jóvenes universitarios afiliados a partidos o grupos de izquierda, no encontraran en sus mayores el eco que hubieran deseado. Fue inútil, por ejemplo, que las federaciones del PSOE en el interior de España enviaran al VIII Congreso de su partido en el exilio un escrito que solicitaba la aprobación del recurso a la violencia, "justificado en nuestro caso para luchar contra el Régimen de Franco", siempre que no se ejerciera contra personas debido a los "efectos propagandísticos negativos" que de tal objetivo se pudieran derivar. Existía ya a esas alturas el acuerdo generalizado entre los grupos políticos de la oposición, de los monárquicos liberales hasta los comunistas, de que, además de ilegítimo, el uso de la violencia podría conducir a una nueva catástrofe.

Por eso, cuando el 27 de julio de 1977, los diferentes grupos parlamentarios presentaron en el Congreso recién elegido sus declaraciones políticas de carácter general, estuvieron de acuerdo en interpretar los resultados electorales y la tarea que les aguardaba como un deseo de superar el pasado y construir una futuro democrático, "sin traumas, pacíficamente", según dijo Felipe González. La exigencia de una amnistía general por el pasado, el estilo civilizado y dialogante, que Santiago Carrillo destacaba junto a la voluntad de superar "los residuos pasionales e ideológicos de la guerra civil" hasta culminar el proceso de reconciliación de los españoles; el tono con el que los representantes de los nacionalismos catalán y vasco, Jordi Pujol y Xabier Arzalluz, plantearon sus "esperanzas"; todo en las declaraciones políticas formuladas por los representantes de los diferentes grupos parlamentarios sonó en aquella ocasión como el definitivo carpetazo a una tradición política que había simultaneado la abundancia de violencia con la carencia de legitimidad del Estado. Lo que en aquella sesión se anunciaba consciente, explícitamente, con una memoria aguda del reciente pasado, era el propósito compartido de construir un Estado que gozara de amplia legitimidad y del que estuviera ausente la violencia. Allí, lo que reinaba era la intención, como dijo Enrique Tierno, "de llegar entre todos a un convenio que nos permita salir de las dificultades, de las situaciones oscuras o de aquellas que, en principio, pudieran parecer insuperables".

Las superaron: la tarea que los grupos parlamentarios se habían propuesto en julio de 1977 estaba prácticamente culminada un año después, cuando los mismos portavoces parlamentarios explicaron su voto a la totalidad del proyecto constitucional, aprobado en la votación previa a su envío al Senado por 258 papeletas afirmativas frente a dos negativos y 14 abstenciones. Todos los que tomaron la palabra en aquella sesión lo hicieron para mostrar su satisfacción, su "estar contentos con nosotros mismos", como dijo Tierno Galván; para celebrar lo que Jordi Pujol definió como espíritu pactista que eliminaba "el clásico cliché de una España intransigente, abocada siempre a la lucha fratricida". Fue Pujol quien recordó, además, como telón de fondo de un consenso sobre el que no debía caer la crítica ni el sarcasmo, que este era "un país con tradición de guerra civil, con tradición de enfrentamiento, donde el trágala y no el acuerdo ha sido habitual en la vida colectiva". Pero fue Carrillo quien, de nuevo, insistió en lo que históricamente representaba aquel acto como producto de "un encuentro, de una cooperación entre los elementos reformistas surgidos del antiguo Régimen y los elementos rupturistas de la oposición democrática al antiguo Régimen". Una Constitución, la llamó, de reconciliación nacional. Un punto en el que estaba de acuerdo el representante de UCD, José Pedro Pérez Llorca, cuando decía que habían acometido "por primera vez acaso en nuestra historia, una empresa constitucional sin que ésta respondiera al entusiasmo de los vencedores de una situación revolucionaria, entusiasmo que comporta siempre la frustración o la desesperanza de los vencidos". Aquel había sido, según lo veía Felipe González, "el Parlamento español menos conflictivo, el Parlamento español que ha sabido ordenar los debates y articular los enfrentamientos de una manera extraordinariamente cordial y respetuosa". Incluso Xabier Arzalluz, que había hablado poco antes para explicar las razones que llevarían a su grupo a no votar el texto constitucional, prometió continuar "impasibles por la vía democrática de la verdad y del respeto, sin tentación alguna hacia la violencia y hacia la coacción, utilizando los cauces democráticos que la misma Constitución nos ofrezca". Arzalluz quiso, además, dejar bien claro que en el reconocimiento de los derechos históricos propuesto por su grupo, "no había ni intención autodeterminatoria, ni quitar el techo constitucional, ni salirnos de la Constitución".

Ahora bien, durante el proceso de transición política a la democracia abierto por el gobierno de Adolfo Suárez y mientras la Constitución se debatía, el nacionalismo radical vasco y diversos grupos de la extrema izquierda y de ultraderecha recurrieron, con renovado vigor, a la violencia armada y a los atentados individuales con objeto de intervenir por la fuerza en el proceso de cambio político. La expectativa de que una vez instaurada la democracia y concedidas las sucesivas amnistías, el terrorismo iría menguando hasta desaparecer, no sólo no se vio cumplida sino que debió sustituirse por la evidencia contraria: a medida que el proceso avanzaba, los atentados se incrementaban a la par que ampliaban sus objetivos, con el propósito de provocar a las fuerzas armadas. En enero de 1976, pistoleros de extrema derecha pretendieron paralizar el proceso recién iniciado con la brutal matanza de abogados laboristas perpetrada en un despacho de la calle de Atocha, en Madrid. En julio de 1978, mientras los parlamentarios celebraban su moderación, su sentido de la responsabilidad y su firme decisión de no fracasar esta vez, ETA apuntaba a la cúpula militar con el evidente propósito de provocar una reacción que paralizase el proceso.

No lo lograron, pero el ejemplo vasco ejerció un considerable influjo sobre otros grupos nacionalistas que ensayaron también durante estos años el recurso a las armas. Aunque ninguno de ellos lograra el nivel de profesionalidad y eficacia y el apoyo social que alcanzó ETA, sus acciones se repitieron desde finales de los años setenta. El Movimiento para la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario, el grupo independentista catalán Terra Lliure y, más tarde, el Exército Guerrilleiro do Pobo Galego Ceibe, fueron algunos de estos grupos que, sin contar con un extendido apoyo social a sus objetivos de independencia nacional y, menos aún, al recurso a la violencia, reivindicaron varias docenas de acciones terroristas. Sin conexiones con reivindicaciones nacionalistas, la organización que mayor notoriedad alcanzó durante estos años fue la conocida como GRAPO, una continuación del FRAP, emanación de un denominado Partido Comunista de España (renovado). Formados por jóvenes estudiantes y obreros que habían militado en organizaciones políticas clandestinas durante los últimos años de la dictadura, los GRAPO nunca llegaron a contar con más de dos o tres grupos de acción, pero sus intervenciones en el proceso político, al coincidir con momentos particularmente delicados, contribuyeron a desestabilizar la frágil marcha a la democracia y favorecieron las actuaciones de los núcleos involucionistas no desarraigados de las fuerzas armadas y de las fuerzas de seguridad. Por la ultraderecha surgieron numerosos grupos, alguno de ellos bien organizados, como los Guerrilleros de Cristo Rey, y otros de carácter más efímero como la Alianza Apostólica Anticomunista, remedo de la Triple A argentina.

¿Dónde estamos hoy? La legitimidad de la que ha gozado el Estado español desde 1978, ratificada y profundizada por las sucesivas consultas electorales, la alternancia de diferentes partidos en el gobierno, la estabilidad del sistema de partidos, la ausencia de fuertes partidos antisistema, el paso a la oposición de partidos que han ejercido el gobierno, confirma que la española, a los 25 años de la muerte de Franco, es una democracia consolidada. La consolidación no ha ido acompañada, sin embargo, de una mayor lealtad de los partidos nacionalistas que han ejercido responsabilidades de gobierno en sus  Comunidades Autónomas o han influido en el gobierno del Estado por medio de pactos de legislatura con los dos partidos de ámbito estatal que, desde 1993 hasta el año en curso, han gobernado sucesivamente en minoría. Contrariamente a lo que podría esperarse, el consenso constitucional que puso fin expresamente al recurso a la violencia por parte de las fuerzas políticas con representación parlamentaria, la posterior aprobación de los Estatutos de Autonomía que ha permitido a partidos nacionalistas gobernar ininterrumpidamente en sus respectivas Comunidades Autónomas y, en fin, los pactos de legislatura alcanzados con partidos de ámbito estatal no han servido para incrementar su lealtad al sistema creado en 1978.

Más bien ha sucedido lo contrario. Veinte años después de la sesión más arriba comentada, en julio de 1998, el pacto constitucional recibió una fuerte sacudida al publicarse una Declaración de Barcelona, firmada por el Partido Nacionalista Vasco, Convergencia i Unió y Bloque Nacionalista Galego. El "texto de trabajo" que acompañaba a la Declaración, suscrito también por los tres partidos o coaliciones, reducía el proceso del actual Estado de las Autonomías a una mera "descentralización política y administrativa" y proponía como objetivo estratégico de los partidos firmantes la superación del actual marco institucional para iniciar un proceso de "construcción nacional de nuestros respectivos países". La Declaración lamentaba que al cabo de veinte años de democracia continuara "sin resolverse la articulación del Estado español como plurinacional", lo que a tenor de los comentarios añadidos en el texto de trabajo sólo podía entenderse como una propuesta de "superar el actual marco y avanzar en la conformación institucional y política de un estado plurinacional". En idéntico sentido se manifestaron los líderes de las respectivas formaciones políticas cuando insistieron por aquellas fecha en lo estrecha que se había quedado la Constitución: los catalanes, que aspiraban a una soberanía compartida, no cabían en ella. Jordi Pujol, en un debate de política general, dio por agotado el Estado autonómico y propuso la apertura de un nuevo proceso constituyente.

En el PNV, las estrategias políticas puestas en marcha ese mismo verano le condujeron a sellar un pacto secreto con ETA sobre la base de una política soberanista sin cabida posible en el vigente marco constitucional. En el primer apartado se dice que "los firmantes del acuerdo se comprometen a dar pasos efectivos, en aras a la creación de una estructura institucional y soberana, que contenga en su seno a Araba, Bizkaia, Gipuzkoa, Lapurdi, Nafarroa y Zuberoa". Como consecuencia de este pacto, el PNV firmó en septiembre del mismo año un acuerdo con Euskal Herritarrok en el que se planteaba la territorialidad y la soberanía como cuestiones a resolver en negociaciones con los Estados español y francés. A partir de ese momento, el PNV ha emprendido una política soberanista que ha encontrado su expresión más acabada en su última asamblea general, cuya ponencia recoge todas las reivindicaciones de la izquierda abertzale aunque cuidando de proclamar su adhesión a los principios democráticos y su rechazo de la violencia. Parte para ese proyecto de una definición del Pueblo Vasco como la comunidad natural que vive en Euskal Herria, un territorio de 20.885 km cuadrados extendido desde el Adour al Ebro, del Agüera al Ezka, de Baiona a Valdegobia, de Truzios a Ablitas y a Barkoxe. De lo que se trata es de que esta comunidad natural alcance, por el ejercicio del derecho de autodeterminación que los Estados francés y español deben aceptar, la plena soberanía de manera que pueda constituirse en un nuevo Estado dentro de la Unión Europa.

Todas las circunstancias políticas en las que se ha extendido la deslegitimación del Estado han favorecido las manifestaciones de violencia política. Así ocurrió en varias ocasiones durante el reinado de Alfonso XIII, así volvió a suceder en la República y así se repitió por última vez en las postrimerías de la dictadura de Franco y durante el proceso de transición, cuando las viejas reglas no servían y no estaban aun aceptadas las nuevas. Ciertamente, se trataba de regímenes políticos de muy diversa legitimidad pero afectados todos ellos de la debilidad que se deriva del rechazo de sectores amplios de la sociedad. La democracia instaurada en 1978, con los Estatutos de Autonomía refrendados desde 1979, es el único régimen construido sobre un consenso social y político generalizado; es, por tanto, el régimen que ha gozado de más amplia y duradera legitimidad desde el origen mismo del Estado constitucional en España. Veinte años después de su instauración, sin embargo, el Partido Nacionalista Vasco se ha excluido de ese consenso, no tanto por las resoluciones aprobadas en sus últimas asambleas, como por el acuerdo secreto sellado en agosto de 1998 con ETA y el pacto público firmado un mes después con Euskal Herritarrok, una fuerza política que justifica y apoya el recurso a la violencia como arma para acelerar el proceso de la llamada construcción nacional de Euskal Herria. Adónde pueda conducir la deslegitimación del Estado constitucional y del Estatuto de Autonomía de Euskadi que de esos acuerdos se deriva, y de la estrategia soberanista que a partir de ellos se practica, es una cuestión abierta que impide suprimir los signos de interrogación cuando llegamos al fin de esta larga historia de la violencia política en España.

Santos Juliá, (Dir.)

Violencia política en la España del siglo xx

Madrid, Taurus, 2000, 422 páginas

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